Raúl Mejía Zúñiga, en su ensayo del mismo título, afirma que:
"La educación de un pueblo cualquiera sólo puede valorarse mediante el
estudio de los antecedentes que la conforman, y dentro del marco social en el
que opera y desde el cual se proyecta hacia el futuro", (Solana et al.
Historia de la Educación Pública en México, FCE, México, 1980, p. 183). Y
continúa: "Los periodos aislados, aun los más significativos, sin la
concatenación que los enlaza ni las relaciones de causa y efecto que los
producen, son de poca utilidad para el estudioso, pues con frecuencia sólo
sirven para justificar o exaltar los valores del presente que desembocan, por su
propia naturaleza, en el campo de las especulaciones políticas que los marginan
de la ciencia histórica".
Escultura de Benito Juárez, Palacio Nacional, Cd. de México |
Los cambios más relevantes que registra la educación
corresponden, generalmente, con las transformaciones sociales que emanan de las
revoluciones que además ocurren en el ámbito de la ciencia y la tecnología, así
como de las transformaciones en las estructuras económicas y políticas, esto es,
en los ilimitados campos de la cultura. Ahora bien, cuando esta revolución en la
educación se vincula con los cambios en otras instituciones sociales en que se
apoya, tenemos resultados que se tornan imperecederos, explica Mejía Zúñiga
(idem, p. 183).
Como antecedente importante tenemos a la escuela lancasteriana,
que nació en el seno mismo del imperio iturbidista con una concepción diferente
de educación. Tampoco podemos descartar o dejar de lado la dinámica
administración de Valentín Gómez Farías, o del doctor Mora, quienes plasmaron en
normas del derecho positivo la filosofía educativa de la naciente nación, en la
época posindependentista, y que se manifestó a partir de la revolución de
Ayutla, que se expresó jurídicamente en la Constitución Política de 1857.
Los eventos que siguen en la historia del siglo XIX, como son:
la Reforma, la Constitución y la República restaurada, llegan a su consolidación
con el evento de la caída del segundo imperio y el triunfo de los liberales de
una generación formada en las aulas y madurada en las luchas internas y externas
de ese México que se va configurando como Estado nacional moderno (idem,
p. 184).
Sin embargo, agrega Mejía Zúñiga, aunque la educación queda
jurídicamente bajo la potestad del Estado, dentro del marco del positivismo,
México, como sabemos y ya lo hemos señalado, desemboca en una larga dictadura
que "habrá de retardar los avances necesarios en la educación y sobre todo,
que alcance a las mayorías analfabetas dentro del proyecto latifundista del
porfirismo". México para ese entonces, a pesar de su orientación liberal, no
cuenta con una economía sólida y un comercio fuerte, además de que su producción
agrícola es sumamente rudimentaria. En el intento de integrarse al desarrollo
capitalista y fundar una riqueza originaria, el porfiriato lleva al país a un
acelerado proceso de acumulación y concentración de capitales, y de ese modo
propicia mecanismos de explotación despiadada de la fuerza de trabajo, tanto de
manera intensiva como extensiva, con lo que el latifundismo o régimen hacendario
obstruye las rutas del progreso y deforma el desarrollo del país en el último
tercio del siglo XIX.
Los censos de 1910 confirman lo anterior, pues revelan que de
quince millones ciento sesenta mil habitantes, que no podemos decir ciudadanos,
sólo sabían leer y escribir tres millones seiscientos cuarenta y cinco mil, esto
es, el índice de analfabetismo era del 78%, al descuidarse las ingentes
necesidades populares. Existían en ese momento seis millones de indígenas, de
los cuales dos tercios mostraban incapacidad para aprender, y dos millones no
hablaban castellano y, por lo tanto, no podían recibir la enseñanza en esa
lengua (SEP y Bellas Artes. Informe, t. XVII, abril y mayo de 1911).
Por su parte, el positivismo como filosofía de la educación de
sectores privilegiados de la sociedad, tiende básicamente a la formación de una
clase dirigente capaz de consolidar el poder político, al pretender evitar el
viejo modelo escolástico impulsado por el gobierno colonial y por la Iglesia;
pero, por otro lado, se descuida la preparación de las nuevas generaciones, de
todos los sectores populares, con lo que el país queda inerme frente al avance
del imperialismo.
Así pues, mientras los congresos pedagógicos de 1882, 1889 y
1890-1891 organizan técnicamente la escuela primaria como agencia educativa del
Estado y las 28 escuelas normales egresan un número considerable de maestros,
además de que existe abundante literatura pedagógica, libros, folletos,
periódicos especializados, etc., y son expedidas leyes en 1888, 1896 y 1908
dando forma jurídica a la política educativa de la dictadura, la escuela, de
hecho, continúa como una institución aristocrática e individualista que funciona
esencialmente en los centros urbanos y margina a las comunidades campesinas e
indígenas, para quienes la educación se convierte en un bien inalcanzable.
También es cierto que hacia 1890 la teoría pedagógica había ya
desplazado los métodos lancasterianos establecidos en 1822, y que las escuelas
normales iniciaron el proceso de profesionalización de la enseñanza al sustituir
al "gremio de las nobles artes de enseñar a leer, escribir y contar", y que las
normas del derecho positivo que regían la educación rebasaban políticamente a
las ordenanzas coloniales en la materia. Cierto también que la Ley de Educación,
formulada por Joaquín Baranda en 1888, y reglamentada en 1892, estableció el
carácter gratuito, obligatorio y laico de la educación primaria elemental y
superior, y que la ley de 1908 postuló la educación nacional e integral como
aspiración suprema. Y a pesar de todo y de la palabrería liberal con que se
adornaba la dictadura, la ciencia y la técnica, así como la pujanza de nuestros
poetas, sólo sirven para reflejar al exterior un falso brillo o engalanar las
reuniones palaciegas de la aristocracia. México en la época porfiriana estaba
infestado de pobreza (idem, p. 188).
Conviene destacar que si bien el nexo normativo de una sociedad
constituida en Estado nacional es la ley, el nexo formativo es la
educación, en la medida en que favorece la reproducción de la cultura y de
los valores que el nuevo Estado pretende establecer como parte de su esencia y
de su propia historia. Por ello será la educación como proyecto emanado de la
revolución la que responderá a los fines de mantener incólumes los legados de
soberanía, independencia y libertad alcanzados y a los que todo pueblo aspira.
Será en este contexto donde la educación pública y su sistema coadyuven a la
solución de los grandes problemas nacionales.
De este modo, cuando Madero lanza vigorosamente el Plan de San
Luis, que anuncia la Revolución de 1910 y el Partido Liberal Mexicano, cimbra
por otro lado los cimientos en que descansaban las estructuras sociales de la
dictadura, con el apoyo de las masas populares, en el país se avizora otro
panorama para las mayorías depauperadas. Es por ello que las limitadas reformas
que Limantour propone para el campo resultan demasiado tardías, al chocar
frontalmente con un movimiento revolucionario que ya no habría de detenerse. De
la misma manera, los convenios de Ciudad Juárez, con los cuales la dictadura y
algunos líderes revolucionarios pretenden pactar la perpetuación de la primera y
la supresión de la segunda, se vuelven inoperantes frente a los campesinos en
pie de lucha y con el fusil al hombro. Esas imágenes se multiplican rápidamente
en el paisaje social de México.
Así, tanto el Plan de San Luis como el programa del Partido
Liberal Mexicano han apuntado ya, aunque desde ángulos distintos y conducidos
también por clases sociales divergentes, que los problemas fundamentales son:
el de la tierra y el de la educación. El primero para hacer justicia a
las clases sociales que trabajan y el segundo para integrar culturalmente a
México.
Sin embargo, ni la dictadura en su etapa final ni la Revolución
en la inicial pueden resolver de inmediato el problema agrario debido, en gran
parte, a las fuerzas del exterior que manipulan a la burguesía nacional para
impedirlo. El gobierno de transición de Francisco León de la Barra pretende
abordar aisladamente, por el camino de la educación, la solución de los
problemas nacionales. Toca, pues, al gobierno surgido de los convenios de Ciudad
Juárez abrir un paréntesis que, en la historia de la educación en México, no se
cierra todavía; es decir, el de la educación para todos, a pesar de los intentos
de Solana en los ochenta.
De esta manera, con el decreto que se propone crear las
escuelas rudimentarias para enseñar a leer y escribir, y las operaciones de
cálculo más usuales, principalmente a los indígenas, la Secretaría de
Instrucción Pública y Bellas Artes queda autorizada para establecer escuelas en
cualquier parte de la República, donde el analfabetismo sea mayor. Y aunque
dicho Decreto adopta un tono paternalista ante los pueblos indígenas, y les da
comida y vestido a los más necesitados, con un presupuesto de 300 mil pesos
anuales, las condiciones reales imposibilitan su realización.
Ahora bien, hay que tener en cuenta que de alguna manera el
problema de la educación ha quedado planteado y, poco más tarde, a través de una
encuesta pública que impulsa A. J. Pani, se orienta a la conciencia nacional y a
los hombres del pueblo, convertidos en gobernadores y jefes militares, a abordar
la solución de los problemas no solamente de la educación, sino también los
agrarios, obreros y de justicia social que postula la Revolución mexicana
(idem, pp. 188 y 189).
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